Nuestros Estados fueron gobernados hace tiempo por pequeños grupos de hombres que representaban solo a una pequeña fracción de la sociedad; una fracción de la que formaban parte solo los poderosos, los poseedores de la tierra, los nacidos dentro de las familias cuya sangre en las venas de los dioses.
Aquellos hombres, los oligarcas, dictaban la política, administraban justicia, se sentían depositarios de la voluntad de los dioses y creían que tanto la tierra como los que habitaban en ella les pertenecían por derecho natural; por la gracia de los dioses.
En algunos lugares, hubo gente que hizo frente a los oligarcas con la palabra y la razón, dos armas que, con el tiempo, llenaron de una nueva luz los oscuros rincones de las chozas en que habitaba la mayor parte de los hombres. Fue una luz intensa que cegó los ojos de los oligarcas y alumbro un sendero que conducía a un mundo nuevo: la democracia. Entonces, la mayoría del pueblo, y no unos pocos hombres encumbrados por su estirpe, comenzó a regir el destino de los Estados mediante un sistema de votación que no distinguía al oligarca del campesino, y que hacía a todos los ciudadanos iguales en derechos y deberes.
Los oligarcas se alarmaron y, desde entonces, no han cesado de escrutar formas de conseguir el poder que la democracia parecía haberles arrebatado para siempre. Se organizaron primero en facciones o en partidos, y llenos de confianza en si mismos comenzaron, después la tarea de convertir la democracia de los pueblos en la democracia de los partidos. Ahora parecen estar a punto de lograrlo. En efecto, el pueblo ha sido condenado al papel de un actor absolutamente secundario, que solo refrenda con su voto a la fracción o al partido que he de gobernar. Mas con un voto que no es para el ciudadano, sino para el partido; con un voto que los sistemas electorales corrigen, orientan, desprecian, suman, restan o multiplican, según las circunstancias que establecen las leyes electorales trazadas por los partidos. En las asambleas no se sientan ciudadanos elegidos por el pueblo, sino designados por los partidos; los cargos públicos no están desempeñados por ciudadanos obligados a rendir cuentas ante el pueblo (pues no es el pueblo el que los ha elegido) sino ante los dirigentes de sus facciones o partidos, de los que, en último término, depende su supervivencia como políticos.
Estamos gobernados por nuevos oligarcas que actúan como auténticos déspotas, pues han conseguido convencer al pueblo de que la democracia solo es viable a través de los partidos. Todos los ciudadanos nos hemos convertido en rehenes de los partidos políticos; somos el botín por el que combaten a diario.
La nueva oligarquía no necesita ya a los dioses. Prefieren los votos de sus súbditos.
No. No estoy intentando convertirme en un nuevo líder revolucionario; este escrito como habréis supuesto no es mío. Pertenece a MANUSCRIPTUMPARIUM. Lib.II, cap. V y traducido por Bernardo Souvirón
No deja de ser indignante que ya en la antigua Grecia, había quien se daba cuenta y se revelaba contra lo que ahora aceptamos como verdaderos borregos.
Búsqueda en Google de: La mancillada democracia. De Bernardo Souvirón
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