Oficios desaparecidos. Recuperándolos para la crisis
No todo van a ser penas.
Cuando abro los ojos después de una noche durmiendo, lo primero que veo es lo de la imagen de arriba. Por repetida nunca me fijo en los detalles, pero mira por donde hoy me he fijado en uno de los objetos que en ella hay. Normalmente este no ha sido su sitio; la tenia junto a otros instrumentos musicales, tales como maracas, flautas, cencerros y otros, traídos de mis viajes por esos mares y algunos regalados. No sé su nombre, pero yo siempre le he llamado trompetilla. La saco y le hago imagen aparte.
A este instrumento en especial, le tengo bastante cariño, hasta el punto que me lo lleve al trabajo y lo puse encima de mi mesa del despacho. Algún incauto me preguntaba el por qué la tenía allí y mi respuesta era: Para hacerle la trompetilla al que se lo merezca. Normalmente pensaba en mi jefe (todos en el trabajo tenemos un jefe). ¿A quién no le hubiera encantado hacerle la trompetilla al jefe? (Se que estas pensando en la que se hace con la mano). No me extraña que dijeran de mí que era más raro que un perro verde.
Por asociación de ideas, me retrotraigo a mi niñez, donde había lo había escuchado y con toda seguridad a los basureros cuando pasaban a recoger, lo que por aquel entonces era casi totalmente materia orgánica maloliente (no había ni bolsas ni botellas de plástico, ni tantos envolventes de comida prefabricada).
También lo utilizaba el pregonero, pero en mi pueblo si existía no se acercaba por la calle donde vivía, más bien a las afueras.
Sin darme cuenta pienso en personajes con diferentes oficios la mayoría con otros instrumentos musicales que cada cierto tiempo se acercaban por allí, y el primero que se me viene a la cabeza es el amolador.
Lastima no poder reproducir el sonido de su flauta (similar a algunas que traje de Sudamérica, de caña).
Me admiraba la tecnología que habían aplicado a una simple bicicleta, para hacer girar una piedra de amolar, pedaleando sentados en el sentido inverso de la marcha. También la destreza que tenían afilando cuchillos, tijeras o cualquier objeto cortante que pusieran en sus manos.
El siguiente que me viene a la cabeza es el lañador. Tampoco existía el Super Glue, y no estaban los tiempos como para tirar una fuente que en su momento se rompió y que posiblemente era herencia de la abuela. De este profesional lo que más me gustaba era su berbiquí, sin enchufe, sin baterías y con accionamiento manual. El que pongo en la imagen, debía ser de importación, porque los he visto, parecidos a un arco de madera cuya cuerda la liaban alrededor de la broca y actuando como si tocaran el violín, taladraban donde iban las lañas. ¿Cómo las podían apretar de forma que no perdiera una puñetera gota?
También estaba el sombrillero. No recuerdo el instrumental, pero sé que llegaban con las primeras lluvias.
Sigamos con el sillero.
Los asientos más comunes en aquella época eran con culo de anea, la cual bien por el uso, por los gatos que tenían debilidad por afilar sus uñas en ellas, o por otras causas, terminaban con el peligro de que se colara uno por ellas. A cuestas llevaban un haz de aneas, pregonaban su trabajo, se sentaba en un lugar a la sombra y hasta allí le llevaban, normalmente las mujeres, las desvencijadas sillas.
El canastero. No sé el por qué este era un oficio de gitanos, pero yo como vivía muy cerca de ellos, veía el arte que tenían para hacerlas de diferentes formas y tamaños.
Los sobrantes de las cañas lo utilizaban como combustible para hacer la comida y como te acercaras a la fogata, se te introducía un olor en la piel que no la quitaba ni el jabón Lagarto. ¡Hueles a gitano! me decía mi madre.
Hay otros más que interesaría recuperar, en especial el herrero. Hacían verdaderas obras de arte, pero también al sereno, el vendedor de barquillos de canela, otros que cambiaban alpargatas viejas (¿Qué harían con ellas?) y botellas por chucherías; y más que se me olvidarán.
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