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De lo vivido a lo que estoy viviendo


No sé exactamente el por qué me he acordado de un escrito que hice en Costa Rica y he vuelto a y sin querer hago comparaciones con mi vida actual.
Me estoy levantando sobre las siete de la mañana. Por estas fechas es completamente de noche y aunque intento seguir durmiendo no lo consigo, así que acabo levantándome. Aseo, desayuno y a escribir mi diario. ¿Salgo fuera? ¡Ni loco! Con temperaturas de uno a cuatro grados en el exterior, lo dicho, ni loco. Creo que de toda la vida he sido alérgico a las bajas temperaturas.
Ya más tarde, estos últimos días están seminublados, cuando las dichosas nubes dejan pasar algún rayo de sol, salgo a aprovecharlo y darles a los perros alguna golosina, que me agradecen con sus movimientos de rabo.
¿Salir al pueblo? Otro ni loco. Precisamente el sábado, me dice mi hijo que iba de compras, que si lo acompañaba, lo dudo, pero al final me voy con él. Vamos a un pueblo a comprar una escobilla del limpia parabrisas que le habían robado y a la vuelta, paramos en una gasolinera, no solo a echar combustible en el vehículo sino también, en un depósito de plastico, para mulilla mecánica, corta setos y demás inventos. De allí a un Mercadona de esos. La gente parece que aprovecha los fines de semana para avituallarse, y aquello, al menos para mí parecía un loquero, entre el rumrum de la gente y los altavoces recomendándote que aproveches alguna oferta, la cabeza me iba a estallar. Sentía una especie de pitido en los oídos bastante desagradable. Veía igual en todas las estanterías; menos mal que el que iba llenando el carrillo era mi hijo, porque si yo tengo que encontrar algo, me vengo sin verlo.
Cuando está aquí mi hijo, eso sí, actividad no le falta: desde hacer cosas en el campo, como podar riparias, a restaurar todo cacharro viejo que encuentra por ahí. Me salgo a verlo y por lo menos me sirve de distracción, pero lleva como una semana, haciendo algún trabajo, se va temprano y regresa ya bien entrada la noche, vamos que hemos retrocedido no sé cuántos años, ha vuelto aquello de trabajar de sol a sol, por lo que estoy más solo que la una.
Llega el medio día, me caliento la comida, que mi hija nos trae el fin de semana y que sacamos del congelador el día antes. No es que tenga hambre, creo que es una cosa que nunca he tenido, pero comprendo que el cuerpo necesita su combustible y hay que alimentarlo, y a continuación mi , costumbre de toda la vida.
Todavía hay sol (es un decir) cuando me levanto, pero lo primero que hago es encender la chimenea. Es de las pocas cosas que me encantan. Después de encenderla hay veces que me quedo un buen rato extasiado viendo las figuras que hacen las llamas. Cambio las válvulas porque durante parte de la noche y hasta las diez de la mañana, tengo puesta la caldera eléctrica. La casa se mantiene alrededor de los veinte grados.


Sobre las seis menos cuarto (por estas fechas), se pone el sol y entra la oscuridad, momento que me pongo a fabricarme los cigarros que me fumaré al día siguiente, y que con la ansiedad que aún me perdura, no son pocos. Pongo la televisión, normalmente la dos, que suelen estar poniendo reportajes de bichos, volcanes o similares, y me va pasando el tiempo hasta que llega mi hijo que es el que normalmente prepara la cena. Él es más sibarita y prepara platos combinados. Se encierra en su cuarto, y yo me quedo en la mesa de camilla, normalmente haciendo zapping por no acostarme demasiado pronto.
Así un día tras otro. No es una vida muy interesante que se diga.
Ahora tengo un teléfono inalámbrico, y siempre lo llevo en el bolsillo. Aparte de las dos o tres llamadas de mi hija interesándose por mí, pocos saben ni que existo, así que inútil esperar otra llamada. Miento, casi todos los días hablo con mi hermano Manolo, y ayer recibí una llamada de Mari en la que también hable con Rafael.
Lo dicho, me hace falta salir de este mundo, pero por otra parte sigo con mi miedo. Me falta mi otra mitad. Me acostumbró mal.

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