Pesimismo, desesperanza y disminución de la motivación.
El tiempo, típico de otoño. Aún quedan hojas en los álamos blancos, aunque ya han caído las del nogal y las de la catalpa.
En estos últimos días, amanece nublado, aunque hay ratos que se deja ver el sol, rayos que salgo para aprovecharlos. Cuando esto escribo llueve parejo y ya es noche cerrada. En un claro les he echado su comida a los perros y ya la única faena que me queda es prepararme la cena. Maldita las ganas que tengo de comer.
Mi hijo lleva dos días en la ciudad, por lo que aparte de la compañía de los perros, estoy más solo que la una. Incluso Sole que suele aparecer dos veces al día para ver si necesito algo, también ha desaparecido.
No es que mi hijo sea un gran conversador, más bien todo lo contrario, pero cuando está aquí no para de hacer cosas y o bien viéndolo o echándole una mano, el tiempo pasa más rápido.
Me encuentro triste, tengo un descenso del estado de ánimo, pesimismo, desesperanza y disminución de la motivación.
Aunque a María la veo cada vez más difusa, sin embargo nadie puede imaginarse lo que echo de menos su compañía. Es una sensación extraña, es como si me faltara parte de mí. No termino de acostumbrarme a que se haya marchado. No le perdono que me haya dejado. No es egoísmo sino más bien me siento responsable de que lo haya hecho.
No es cuestión de soledad, ni tampoco de falta de amigos, es vacío del alma.
En Costa Rica cada vez que me despertaba y veía la luz que entraba por la ventana, me decía tengo un día más de vida, tengo que aprovecharlo. Cada mañana era una vida nueva por descubrir, todo lo contrario de ahora, me despierto y me digo otro día más.
El mundo sigue, pero espero que estas sensaciones me vayan cambiando, si no, no merecería la pena.
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