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Mis inicios como fumador. De los Ideales a los Bisontes

Los fumadores, para nuestra desgracia, estamos de moda. Leyes anti fumadores, que no antitabaco, debates a favor y en contra, las repercusiones en la crisis y paro, por ahora.
Sin querer me viene a la mente, ¿y cómo caí yo en semejante vicio, yerro, defecto, mancha, desliz, infracción, transgresión, maldad, imperfección, flaqueza, perversidad, vileza?
Medito en que la primera vez que creías (¿o pensaban los demás y tú te lo creías?) que ya ibas para hombre era cuando te ponían los primeros pantalones largos. Si mal no recuerdo el bello debajo de la nariz ya se te había oscurecido.
Si ya eras hombre, no solo tenías que parecerlo, sino que tenías que dejar de hacer niñadas y hacer cosas de tal. ¿Qué hacían los hombres que no hacían los niños ni por supuesto las mujeres? Fumar. ¡Pues nada! Yo quiero ser hombre con todas las consecuencias, así que a buscar el primer cigarro. Comprarlo no era fácil, porque el tendero se podía chivar a tus padres y en aquel entonces hacer una cosa de hombres, sin su consentimiento era una falta de respeto, y cualquiera le faltaba el respeto en especial a tu padre. Recurrías a algún amigo que ya había dado ese paso y te conseguía un Ideal de aquellos de papel amarillo (papel trigo decían), más duros que una piedra y que cuando te pasaba el humo por la garganta te daba la impresión que pasaba esparto. Tosías como un desesperado, te mareabas y te quedaba en la boca un sabor de perros. ¿Cómo coño se pueden fumar esto los hombres? Pues si ellos pueden yo también tengo que poder. Cuando podías repetías.
Siempre había quien te aconsejaba: Fúmate un caldo de gallina que es más suave. Aquel tenía el papel blanco, y venia sin pegar, lo encendías y chupabas más aire que tabaco; se te apagaba. Hombre, es que tienes que untarle saliva al papel y pegarlo. Poco a poco ibas entrando en la ciencia del fumador. Ya incluso te comprabas papel de fumar, mezclabas tabaco de un Ideal con el de un Celta corto y te hacías mas que un cigarro, un churro (el arte de liar no era tan fácil).
En las reuniones de amigos era normal que acabáramos fumándonos un cigarro, que ya era un Celta. No es que mi peculio fuera abundante como para costearme semejante vicio, pero la imaginación trabajaba a tope, y a los paquetes que siempre tenía mi padre en la casa, por la parte de abajo, con una cuchilla despegaba el papel, sacaba un par de cigarros, y con pegamento volvía a pegarlo.
La curiosidad iba en aumento, y al salir de la academia donde estudiaba, pasaba por un estanco. ¿Y por qué no probar un bisonte? Dicho y hecho. Fue mi primer cigarro rubio. Todo un lujo. Aquellos sí que colocaban.
Un verano me llevaron a pasar un mes a un cortijo de la sierra, aislado de la civilización. Allí no había estancos ni nada que se le pareciera. Cada familia que allí habitaba, se sembraba su propio tabaco. Curiosamente unos salían tan fuertes que te metías una calada y poco te faltaba para que estallaran tus pulmones, y otros tan suaves que parecía que estabas fumando hojas de parra. Me daban de unos y de otros y lo mezclaba hasta dejarlos a mi gusto. O aprendías a liarlos o te quedabas sin fumar. Al final salí hecho un experto en semejante faena.
También hice mis pinitos con los cuarterones.
Ni que decir tiene que ya estaba enganchado. No recuerdo a ninguno de mis amigos que no lo estuviera. Aquello era cosa de hombres.
A lo largo de mi vida me he quitado dos veces y estoy en espera de que mi estado de ánimo sea el adecuado para volver a hacerlo, sé que es el vicio más estúpido que existe, pero también se que el mono que hay que pasar es posiblemente superior al de la heroína (no soy yo solo el que lo dice).
No me considero un delincuente por ser fumador. En aquella época la propaganda para que lo fueras te la encontrabas hasta en la sopa.

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